Grip

Face

Puede que quede alguien que todavía no reconozca las facciones variables de su cara; si tiene vello, sus colores, sus ángulos, si su expresión es serena, transparente o si se asemeja más bien a un cristal polarizado. Habrá personas que no puedan afirmar cuál es su género, su altura, su peso, o cuánto espacio ocupa su materia, pues no han podido examinar una cartografía física -no se han topado con ella, no es nada extraordinario-; gente que aún no ha contado con la deliciosa posibilidad de fijarse en todo lo que no es importante, yendo a contrapelo de la tendencia contemporánea. David Oliver, sin embargo, conoce lo sustancial y lo sagrado: preservar la intimidad y proteger la sensibilidad. Grip Face es su subterfugio, su máscara particular.

 

La educación artística, estética y visual de Cara de lija – traducción literal de su alter ego o como le llamaban sus compañeros de patín en la Palma de principios de los 2000- acontece y se desarrolla en los espacios propios y comunes de su generación; en la calle patinando, inmerso en las páginas de un cómic o perdido en las pericias técnicas de la animación japonesa, a través de sus auriculares o entre conatos para poner en práctica la plástica de la intervención furtiva, medio de facto insurrecto que le permite entender el arte como herramienta para la supervivencia desde una edad temprana. Así comienza una multifacética carrera artística que se fundamentará principalmente en reexaminar de forma constante la mirada hacia su propia pléyade.

 

Cuatro elementos se repiten, sea cual sea el lenguaje cuidadosamente escogido por el autor -pintura, escultura, instalación, dibujo-, en el diccionario de símbolos de David Oliver: el espejo como elemento en el que mirarse sin reconocerse, el cabello, vinculado en su caso a la infancia, la máscara como escudo protector ante la suciedad y el polvo del mundo y el disfraz, que permite dar rienda suelta a las fantasías y a los deseos, por oscuros que estos sean.

 

Con una vocación de artista-ingeniero y cierta soltura en el movimiento del cuerpo por los espacios marginales, Grip Face tiende puentes entre contextos, elementos, técnicas, extensiones, medidas y personas. Líquida como un gato, su propuesta se adapta al contenedor que la sujeta; con un idioma tan propio como colectivo, que busca ser parte y reflejo del zeitgeist, la obra de Oliver nos brinda un espacio lúdico y lleno de estratos donde diseccionar las inquietudes de una generación impaciente, ávida de información -sea o no determinante su veracidad- y para la cual el paisaje de Internet es el aparentemente mejor escenario para el correcto aprendizaje del savoir faire.

Ya sea por la sensación perpetua del desencajamiento que lo acompaña desde niño o por la ansiedad que invariablemente despierta la perspectiva de una sociedad abocada sin remedio a la masificación tecnológica, la comunicación a través de dispositivos y las relaciones virtuales, a Grip Face le entorpecen las fronteras; primero borró la línea divisoria entre público/privado -de pintar en la calle a exponer sus piezas en white cubes-, y, más adelante, la configura de nuevo simplemente cambiando el orden: del taller-refugio, con sus correspondientes dibujos, planos y estudio de materiales, a la Gran Vía (The shelter is loud in your head, instalación de 2024). Si no le molestan, como mínimo no le genera pudor el franquearlas de lado a lado, desconcertando a veces la rigidez de nuestras estructuras: de no mostrar nunca su rostro a publicar en un precioso volumen sus diarios visuales personales.

 

De la misma forma en la que una pantalla nos devuelve escalonadamente un mensaje de error en ventanas quintuplicadas y superpuestas, su pintura no entiende de índices impacientes aporreando el lado izquierdo del ratón; cada capa de información se trabaja de forma precisa y minuciosa, es sometida a una nueva ronda de aerógrafo, de ceras, de óleo, o de acrílico. Es intervenida, tachada o tapada, configurando así un universo meta, plagado de referencias estéticas inherentes a la generación Y (y también a la Z, y seguramente a todas las letras que las sigan) y ejecutado con una precisión técnica propia del que aprendió a pintar bajo el yugo de la inmediatez. La dualidad empapa la materialización de su conciencia; oscila entre la abstracción y la figuración, lo digital y lo analógico, el miedo que paraliza y el que te hace correr con una agilidad y fuerza imposibles. Esta pulsión le ha llevado a mover su obra alrededor del globo (desde una residencia en el Museums Quartier de Viena hasta ferias en Madrid y México o exposiciones en Seúl y París) y a expandir los límites de una exploración evolutiva e infinita, que forma parte del proceso de aprendizaje del mismo autor que las elabora. Como artista o como comisario -otra de sus facetas- para David Oliver el sentido reside en la continuidad y la expansión, en no ser capaces de ver el final, en vivir la expresión artística como vivimos en el mundo, transitoriamente y en un presente incierto.   

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